El cajón de los calcetines
Cada
vez que me enfrento a una persona ―digo «enfrentar» y no, por ejemplo,
«conocer», porque no soy especialmente sociable― bien sea tras una presentación
formal o tras un encuentro fortuito ―un desconocido en el supermercado, un
vecino en el ascensor― me pregunto cómo tendrá ordenado el cajón inferior de su
armario. No sé por qué, pero siempre relegamos a los calcetines al estante más
bajo de nuestro ropero. Aun teniendo en cuenta que envolverán nuestros pies,
aquellos que nos llevan de un lado a otro, los olvidamos en la parte más baja
del escalafón. Quizás deberíamos guardarlos en un estante superior, pero algún
sentimiento atávico nos insta a continuar con la humillación. Me imagino a ese
desconocido o a ese vecino con el cajón ordenado en estricto sentido militar o
bien descolocado como el pelo de un adolescente, sin que calcetín alguno repose
junto a su pareja. De ese modo comienza a caerme bien o no.
Parece
mentira que algo tan básico como unos calcetines sea capaz de darnos una idea
real de cómo es la persona en cuestión. Antes de involucrarte con alguien ―un
amigo, un compañero de trabajo, una futura pareja― habría que instarle a que
nos muestre el cajón de sus calcetines. Debería ser algo obligado en toda
relación el hecho de, tras decir tu nombre acompañado del beso en la mejilla o del
apretón de manos, abrírselo de par en par como quien abre su corazón: «Soy
“fulanito” o “fulanita” y aquí tienes el cajón de mis calcetines. Me has
pillado por sorpresa: lo tengo hecho un asco. Habitualmente lo tengo todo
ordenadito». Se podría llevar en la cartera una foto del cajón junto a la
fotografía del marido, de la mujer o del perro, aunque entonces alguien podría
pensar en manipulaciones artísticas con algún programa de ordenador que
guardase oscuras intenciones. Incluso aparecería alguna red social
especializada en cajones. Likes, corazoncitos y comentarios banales sobre algo
tan importante como ese cajón. El ser humano de nuevo frivolizando.
No
soy muy dado a prosopopeyas, pero me inspira cierta ternura ―como a todo el
mundo, supongo― considerar cómo un calcetín solitario echa de menos a su
pareja, perdida en la lavadora, en el tendal o en el patio del vecino. En
ocasiones me sorprendo mirando mi cajón, buscando una pareja que se ha perdido
entre la multitud o simplemente eligiendo el par que me pondré a continuación y
siento cierta curiosidad acerca de si, en alguna ocasión, algún conocido ―o
desconocido― se ha preguntado acerca del mío. Estoy seguro de que se llevaría
una sorpresa.
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