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Mostrando entradas de marzo, 2020

Contamíname

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Fuente: pexels.com Es muy triste saber que la contaminación ha disminuido exponencialmente desde que estamos confinados en casa. Ahora no podemos ni contaminarnos a nosotros mismos; han cesado los besos, los abrazos, el apretón de manos, la cercanía. Todo aquello que nos convierte en humanos ha cesado de repente: incluída esa contaminación.      Como especie, siempre he dicho que debería darnos vergüenza ser la única plaga real que hay en el planeta, aquella incapaz de autorregularse tal y como lo puede hacer una plaga de langostas, de estorninos o de mosquitos. Estoy de acuerdo en que arrasa con todo lo imaginable por donde quiera que pasa, pero al final, cuando de forma natural llega su hora, desaparece y es la propia naturaleza la que lo gestiona. Sin embargo, a nosotros nadie nos gestiona. ¿Por qué nos sorprende que sea ella -la naturaleza- la que pretende regularnos? Estoy seguro de que la causa fortuita bajo la que se esconde la razón del virus que nos gobierna, no es más q

Fugitivos y Mercadoners

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Fuente: pexels.com Con esta nueva etapa de confinamiento están apareciendo nuevos individuos que conforman un grupúsculo más o menos concurrido de las llamadas tribus urbanas. Me han llamado la atención, sobre todo, los Fugitivos y los Mercadoners. Me pregunto si cuando todo esto acabe y comience la nueva era que se promete, estas nuevas tribus permanecerán o desaparecerán como lo hará, espero que mas antes que tarde, la ineficacia con la que tratamos el virus en la actualidad. Hablo, sobre todo, de los Fugitivos y los Mercadoners. Los primeros son aquellos que salen de sus casas eludiendo la necesidad de confinamiento y evitan a la policia durante el paseo furtivo que los lleva al supermercado a por la compra absurda, al kiosco a por un periódico que presumen imprescindible o al paseo entendido como obligado por, sobre todo, aquellos ancianos que ven rota su rutina diaria. Yo, como compañero de perros -siempre he evitado el sustantivo dueño-, también me siento fugitivo en tanto

La rutina rota

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Fuente: pexels.com Esta reclusión forzosa debida a la epidemia del coronavirus nos está permitiendo recapacitar sobre diferentes aspectos de nuestro día a día que, de otra forma, no los consideraríamos.      Está lo de las relaciones entre nosotros. Con la reclusión nos ponemos en contacto con personas con las que, quizás, no hablábamos desde hace tiempo, bien porque habíamos dejado de tener contacto de forma fortuita o bien porque la distancia, el trabajo, la rutina nos impedían ofrecer un mínimo de tiempo para aquellos que deberían importarnos sin una razón concreta. He oído a muchos de los que me rodean decir que hablaban con determinadas personas más tiempo en estas fechas que en circunstancias normales, en las que, repito, parece que es la rutina quien nos lo impide.      También está lo de nuestra necedad habitual. Sobre esto sí solemos recapacitar. Nos impiden la salida y venderíamos un riñón, o los dos, por poder continuar alternando con nuestros semejantes. Jamás hemos

Blanco o negro

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    Fuente: pexels.com Me pregunto si hay apasionados del fútbol que sean, de forma simultánea, del FC Barcelona y del Real Madrid, o del Sporting de Gijón y del Real Oviedo, por poner dos de los ejemplos con los que me he encontrado a lo largo de mi vida y que, de forma indefectible, son excluyentes: desde el primer día que se toca un balón, se debe elegir entre uno u otro.      Solo busco a alguien que le suceda algo tan simple como que le apasione un deporte y que disfrute tanto viéndolo en televisión, como en directo, independientemente de los equipos que jueguen o bien, que disfrute practicándolo de forma habitual con sus amigos y no se defina como el sustituto de Mesi o de Cristiano, por ejemplo. Que disfrute de un deporte sin dejarse llevar por unos sentimientos que, la mayor parte de las veces, están reñidos con el juego limpio, las tácticas dentro y fuera del terreno, la realidad.      No sé si se debe hablar de manipulación. Desde una edad bien temprana inculcamos a nu

La ociosidad como madre

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Fuente: pexels.com      Hace poco descubrí que Jostein Gaarder, escritor de maravillas como «El mundo de Sofía» o «El vendedor de cuentos» entre otras, dijo que «La ociosidad es la madre de todos los vicios». Nunca se ha aplicado de forma tan intensa como en este primer día de reclusión forzosa con motivo de la crisis del coronavirus.            Es inevitable, supongo, pensar en vicios relacionados con el sexo, el alcohol u otras tramas que siempre llevan asociada esa pátina denigrante e ignominiosa que, para muchos, es el principal motivo de disfrute. Sin embargo, en este periodo de reclusión, me doy cuenta de que hay un vicio mucho más peligroso que los vicios comunes. Al menos para mí. Es la desidia.     E n la vorágine de la rutina habitual apenas considero lo que tiene de desacostumbrado el hecho de sentarte a esperar a que pase el rato, a matar el tiempo o a cualquiera de esas acciones que personifican el pecado capital de la pereza. Sin embargo, en uno de esos instantes

Lo minúsculo

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    Fuente: pexels.com En una de las escapadas en las que mi perra aliviaba sus necesidades, pensaba en el virus que nos recluye en casa y no nos deja hacer vida normal.      Mientras Noa buscaba el sitio idóneo para eliminar los residuos de su metabolismo, me fijé que el prado en el que estábamos  — ella concentrada, yo distraído —   se abría en miles de margaritas y decenas de dientes de león, blancas y amarillos, ajenos a todo, obviando de forma profesional todo lo que sucedía a su alrededor. Y me he sentido tan minúsculo como debe sentirse un grano de arena en una playa.      Abordé ese tema  — el de nuestra insignificancia —  en la novela  « Las islas vacías »  en la que, en más de una ocasión, relaté lo minúsculos que somos en el planeta. Cierto que entonces lo hice frente a un fenómeno meteorológico. Ahora frente a esta manifestación que se aleja de aquello a lo que estamos habituados, aquello que nos hace sentir cómodos en nuestra situación de seres supuestamente conclus

El pirata y la plañidera

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    Fuente: pexels.com Desde que decidí arrojar mis historias al mundo editorial, he descubierto que hemos convertido la literatura en un circo.      La impresión inicial fue la ilusión, esa que tienen los niños cuando sus padres los felicitan por su dibujo antes de colgarlo sujeto con un imán en la nevera tras revolverles el pelo, orgullosos de su retoño. Sin embargo, a medida que pasaron los meses he descubierto cierto desconsuelo al ver mis historias en las estanterías de librerías multinacionales que ni siquiera saben que ese libro está ahí, que está expuesto como quien expone un pantalón o una camiseta, anónimo, huérfano y despojado de pasado.      Una editorial está a medio camino entre un pirata y una plañidera: pirata en tanto que saquea, plañidera porque llora tras haberlo hecho. Quizás han perdido la noción de aquello para lo que fueron creadas -acercar los libros al público- y han transformado los libros, en base a los intereses mercantilistas habituales, en meros a

El día de la procreación

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    Fuente: pexels.com Todos estamos de acuerdo en que el día del cumpleaños se ha convertido en un día relativamente importante en la vida de cualquiera. Sin embargo, no es más que la celebración de un día que recuerda el día en que hemos venido al mundo, repetido tras trescientos sesenta y cinco días porque así se ha establecido en el calendario gregoriano.      No estoy muy al corriente de otros calendarios, pero me gustaría encontrar alguno en el que se celebrasen todos y cada uno de los días como si fuesen verdaderos cumpledías, agradeciendo así al dios pertinente, a la naturaleza o a la insensatez el hecho de que hayamos asomado nuestra cabecita pringosa hace n días, n+1 días, n+2 días y no n años, n+1 años, n+2 años. Por esa misma razón -la de celebrar nuestra llegada al mundo en base a un tiempo establecido en un simple calendario y, todo hay que decirlo, por meros motivos comerciales donde los regalos y la celebración materialista en sí son los verdaderos protag

Los miserables

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Fuente: pexels.com En distintos países el precio de las mascarillas y de los alimentos ha subido debido a la alarma manifestada en base a la necesidad de surtirse de artículos de protección y viandas básicas frente a una posible epidemia global de coronavirus.      Tenemos la capacidad de hacer frente incluso a esa máxima económica que dice que, si el precio de un artículo aumenta, su demanda baja y viceversa, si el precio disminuye, la demanda tiende a aumentar. Nosotros le damos la vuelta a la tortilla: si la demanda aumenta, se encarece el producto. Como buenos hijos de puta.      Para un animal cualquiera si hay escasez de alimento sus congéneres también lo encarecen y manipulan en cierta medida el «precio» al hacerlo más inaccesible para ese animal cualquiera. Si podemos sacar cualquier provecho económico, nos es indiferente el motivo. Por una vez nos convertimos en animales. Me pregunto cómo es posible que alguien encarezca el precio establecido de antemano de un pr

El coronavirus

El mundo se ha obsesionado con una posible epidemia de coronavirus y, si no me equivoco, alcanzará límites sospechados.      A lo largo de nuestra vida nos enfrentamos a virus que asolan regiones del planeta más o menos extensas, más o menos desarrolladas, más o menos definidas. Lo que nos preocupa no es que haya aparecido en China, Indonesia o Australia. Lo que nos preocupa es que llegue hasta nosotros en lo que sería una extensión del problema. Lo que nos preocupa es que el control se nos escape de las manos.      Siempre ha habido virus ―gripe aviar, gripe A― y la pandemia globalizada que prometía entonces desembocó en la comparativa con otras epidemias que hemos aceptado y a las que no les damos apenas importancia. La gripe, pongamos por caso. Este último virus, cada año, mata a millones de personas en todo el mundo y lo hemos aceptado como quien acepta un grano.      Es cierto que el virus que ahora nos compete es desconocido y no sabemos del todo qué  puede provoc

El cajón de los calcetines

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Fuente: pexels.com A una persona se la conoce por cómo tiene ordenado el cajón de los calcetines.      Cada vez que me enfrento a una persona ―digo «enfrentar» y no, por ejemplo, «conocer», porque no soy especialmente sociable― bien sea tras una presentación formal o tras un encuentro fortuito ―un desconocido en el supermercado, un vecino en el ascensor― me pregunto cómo tendrá ordenado el cajón inferior de su armario. No sé por qué, pero siempre relegamos a los calcetines al estante más bajo de nuestro ropero. Aun teniendo en cuenta que envolverán nuestros pies, aquellos que nos llevan de un lado a otro, los olvidamos en la parte más baja del escalafón. Quizás deberíamos guardarlos en un estante superior, pero algún sentimiento atávico nos insta a continuar con la humillación. Me imagino a ese desconocido o a ese vecino con el cajón ordenado en estricto sentido militar o bien descolocado como el pelo de un adolescente, sin que calcetín alguno repose junto a su pareja. De ese