La ociosidad como madre

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     Hace poco descubrí que Jostein Gaarder, escritor de maravillas como «El mundo de Sofía» o «El vendedor de cuentos» entre otras, dijo que «La ociosidad es la madre de todos los vicios». Nunca se ha aplicado de forma tan intensa como en este primer día de reclusión forzosa con motivo de la crisis del coronavirus.

     
     Es inevitable, supongo, pensar en vicios relacionados con el sexo, el alcohol u otras tramas que siempre llevan asociada esa pátina denigrante e ignominiosa que, para muchos, es el principal motivo de disfrute. Sin embargo, en este periodo de reclusión, me doy cuenta de que hay un vicio mucho más peligroso que los vicios comunes. Al menos para mí. Es la desidia.

    En la vorágine de la rutina habitual apenas considero lo que tiene de desacostumbrado el hecho de sentarte a esperar a que pase el rato, a matar el tiempo o a cualquiera de esas acciones que personifican el pecado capital de la pereza. Sin embargo, en uno de esos instantes en los que cambio de actividad pasear a los perros, sentarme a escribir, preparar material para las clases veo, a través de la información que llega sesgada por la prensa escrita y las redes sociales, cómo el mundo procastina más de lo habitual a la hora de hacer una pausa y realizar todas esas actividades que todos aconsejan hacer en estos días en los que se dispone de un poco más de tiempo leer libros, ver la televisión, interesarse por sus familiares. Parece que el hecho de sentarse y recapacitar acerca de todo aquello que ya no se disfruta de forma habitual porque ha sido desplazado por otras actividades que ahora lo ocupan todo, nos hace sentir incómodos, tanto por la falta de experiencia como por el miedo a no saber cómo actuar frente a la nueva actividad.

     A la desidia podríamos llamarla «Desi» en un intento frívolo de restarle importancia al asunto. Pero me temo que poco tiene de gracioso el hecho de no saber qué hacer con el tiempo del que disponemos a no ser que venga estipulado en un horario aceptado sin darnos cuenta y que deja poco espacio para actividades tan simples como sentarte a leer, ver una película o valorar cómo crecen los hijos en la euforia malograda de estas vacaciones.

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