Los miserables
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Fuente: pexels.com |
Tenemos
la capacidad de hacer frente incluso a esa máxima económica que dice que, si el
precio de un artículo aumenta, su demanda baja y viceversa, si el precio
disminuye, la demanda tiende a aumentar. Nosotros le damos la vuelta a la
tortilla: si la demanda aumenta, se encarece el producto. Como buenos hijos de
puta.
Para
un animal cualquiera si hay escasez de alimento sus congéneres también lo
encarecen y manipulan en cierta medida el «precio» al hacerlo más inaccesible
para ese animal cualquiera. Si podemos sacar cualquier provecho económico, nos
es indiferente el motivo. Por una vez nos convertimos en animales. Me pregunto
cómo es posible que alguien encarezca el precio establecido de antemano de un
producto cualquiera aún a sabiendas de que alguien lo necesita. Sobremanera si
sabe que va a aumentar la demanda. Aireamos al miserable que llevamos dentro.
No habitúo a considerar posibilidades sensacionalistas, pero me pregunto
cuántos padres y madres han tenido que agachar la cabeza y aceptar el robo para
poder llevarse a casa una mascarilla o cuántos, simplemente, no han podido
costearla por su encarecimiento deliberado. Y se me hinchan las pelotas, que
diría aquel entrenador de fútbol. Es el mismo método que aparece en las
historias apocalípticas cuando el alimento comienza a escasear debido a
cualquier razón: disparan el precio y los piratas se convierten en los malos de
la película. Tenemos la capacidad de que cuando termina la película volvemos al
mundo soñado en el que todos nos empeñamos en vivir, tal y como si no hubiese
sucedido nada.
Los
entendidos en economía dirán que es «la ley de la oferta y la demanda». Pero
quizás es cierto aquello que decía aquel profesor de que «la realidad es un
caso particular que no nos interesa»; en ningún tratado de economía se habla de
la miserabilidad del ser humano. Se nos llena la boca hablando de oferta, de
demanda, de puntos de equilibrio, de ratios, pero en ningún momento se
establece la correlación entre la oferta, la demanda y la capacidad de disparar
nuestros genes hijoputas.
No
somos más que monos que han perdido la empatía. Con todos mis respetos. Hacia
los monos, por supuesto. Ellos no tienen la culpa de que hayamos derivado en lo
que somos.
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