La llamada


A las 5 de la mañana de esta última noche estaba paseando a mi perra.

Tiene la costumbre de tocarme con la nariz la mano que sobresale del colchón. Es su humedad habitual la que hace que me despierte y no el toque mínimo y repetido con el que lo intenta. No acierto a comprender las razones por las que se despierta a mitad de la noche y acude en mi busca en el lado izquierdo de la cama. La mayoría de las veces regresa a la suya -que está a los pies de la nuestra- tras rascar su nariz o acariciarle la cabeza recién despertada. Quizás una pesadilla, una mala postura, un ruido desconocido hace que se sobresalte y busque refugio en la caricia. Sin embargo, en otras ocasiones, el movimiento repetido del que antes hablaba continúa tras haberla intentado calmar y animar a que regrese a su colchón todavía caliente. Es entonces cuando caigo en la cuenta de que no es ella quien reclama mi atención sino sus intestinos que, por alguna razón, han despertado revueltos y con necesidades inmediatas. De este modo me levanto raudo, visto cualquier cosa que encuentro, y salgo al parque cercano a que se alivie.

Es su llamada la que me conmueve. Siempre acude a mi lado de la cama -no al lado en el que descansa mi mujer- a avisarme de la necesidad de la caricia o de la salida apresurada. Y, aunque molesto por ese despertar imprevisto, me siento halagado. Halagado por ser el elegido. Algo parecido debió sentir Jesucristo cuando escuchó la voz de Dios instándole a que se agarrase los machos, ya que iba a convertirse en el director de orquesta de millones de almas. Luego recapacito acerca de lo que mi comparación tiene de prepotente y me convenzo otra vez de la fortuna y de la suerte de aquella llamada que, hace unos años, me llevó a consentir a que otra nariz entrase en mi casa.


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