Ricardo y la hormiga

 


El libro era «No entres dócilmente en esa noche quieta», de Ricardo Menéndez Salmón y la hormiga una de tantas de los prados que flanquean la playa de Berellín, cerca de Unquera. 

     Lo releía por tercera vez, deleitándome con la magia en las palabras de mi tocayo -en concreto un párrafo en el que recapacita acerca de la necesidad de preguntas que lo asolan desde siempre- y la hormiga recorrió la periferia del libro en sentido antihorario para hacerlo después al contrario, antes de saltar a mi pantalón y regresar al verde que había abandonado. La hormiga lo recorrió despacio, recreándose en el límite que marca el contorno de las hojas -incluso se permitió una parada para acicalarse o recomponer sus patas de la tinta adherida- antes de comenzar el viaje de regreso hacia el punto del que había partido.

     Imaginé que aquello era una metáfora acerca de cómo se debe leer un libro o una representación a modo de performance acerca de como yo lo hacía. Quizás la hormiga me miró desde sus diminutos ojos antes de ascender por mis límites y subir por la frontera del libro para escenificar esa pantomima. Y no se lo agradecí dejando que se fuese por donde había llegado, sino dejando, con la soberbia habitual en el ser humano, que ella misma decidiese su marcha.

     Después comprendí que no era una representación con la que manifestaba la necesidad de la cadencia en la lectura sino que apareció en el momento exacto en el que Ricardo hablaba de esa necesidad de preguntarse por qué y que no es otra que la que me asola desde la niñez. Es inquietante cómo la literatura escapa del límite en el que está adherida y se manifiesta incluso a través de una hormiguita que sube despacio por la espalda de este libro que aun sujeto entre mis manos.

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